Se trata de yuxtaponer dos textos que deberían ser integrados en uno solo bajo una única teoria, que sería la del apartado I, dimensiones precapitalistas del valor.
El primer texto forma parte de "Proposición de un marxismo hegeliano" de Carlos Pérez Soto y el segundo es de Cristina Serrano y forma parte de las tesis del Partido Feminista de España (PFE)
Se trata de utilizar la teoría del apartado I, en realidad toda la del libro "Proposición de un marxismo hegeliano", quizá todos los escritos y otros documentos y cursos del profesor Carlos Pérez Soto, para reescribir el apartado II. ¿Simple ejercicio académico? Puede, pero también una manera de publicitar, de dar a conocer la obra de Carlos Pérez, de "picar" la curiosidad de feministas y marxistas, también del público en general
APARTADO I
DIMENSIONES PRECAPITALISTAS DEL VALOR
a. Deseo y valor
La teoría de la enajenación que he propuesto, firmemente arraigada en la noción de objetivación, puede ser el fundamento de una teoría general del valor, radicalmente no naturalista, que hace innece-saria la noción de valor de uso o, al menos, la reduce a su significado inmediato de “utilidad” en el cálculo económico de corto alcance. A partir de la noción de valor en general, es posible historizar el valor de cambio, mostrarlo como una forma históricamente particular y determinada, que es propia de la modernidad, y extender la noción de intercambio “económico” a dimensiones del valor originadas y dominantes antes del capitalismo. El asunto general es relevante por la presencia, muy actual, y de significación política muy profunda, de intercambios humanos que no son reductibles al valor de cambio, en que operan dimensiones pre-capitalistas del valor, que se superponen con las relaciones de explotación y dominación propiamente capitalistas.
Para formular la idea de valor en general es bueno volver al campo semántico natural, al significa-do coloquial de la expresión “valor” y preguntarse qué es lo valioso para los seres humanos, que es lo que satisface sus deseos y puede hacerlos, en buenas cuentas, felices. La pregunta por el valor retrocede así a la cuestión del deseo y de la necesidad, y a la pregunta por la posibilidad de ser feliz.
Para el pensamiento burgués clásico las necesidades humanas son básicamente naturales, y sólo a partir de allí se producen y complejizan “necesidades subjetivas” (como estar acompañado o ser reco-nocido) y “necesidades culturales” (como escuchar música o expresarse en el arte). El fondo de toda necesidad, en esa concepción mecánica del mundo, no es sino un desequilibrio fisicoquímico en el cuerpo que es percibido y representado mentalmente como necesidad. Así, la necesidad es sólo la ex-presión de un hueco o una carencia, y el deseo no es sino la tensión que lleva a llenar esa carencia. Cuando se restaura el equilibrio la necesidad se calma y el deseo cesa. El gasto, en esencia corporal, producirá luego un nuevo desequilibrio, y el ciclo se repite.
En esta noción naturalista el deseo es una tensión pasiva, en el sentido de que no existe si no hay necesidad; y los objetos que lo satisfacen son objetos naturales determinados (el agua para la sed, los alimentos para el hambre). Esto objetos no sólo pueden satisfacer el deseo (obtener el objeto) sino también colmarlo, es decir, lograr lo que se buscaba con la satisfacción: la restauración del equilibrio.
Una consecuencia notable de esto es que, para el optimismo burgués clásico, el deseo se podía satisfacer, obteniendo con ello agrado, y en el mismo acto colmar, obteniendo con ello placer, de tal manera que alguien que tuviese a su alcance todos los objetos necesarios para lograrlo, debido a esta coincidencia de agrado y placer, podía ser directamente feliz.
Es bueno recordar que todas las ingenuidades y dogmatismos de la economía convencional se fundamentan, hasta el día de hoy, en esta concepción del sujeto económico como portador de necesidades naturales y agente de su satisfacción, cuestión que se da por obvia, y suele encontrarse en las primeras páginas de cualquier tratado de economía científica.
Ese optimismo clásico, sin embargo, muy luego entró en crisis, primero entre los intelectuales y hoy, de manera masiva, entre los sectores medios. Cundió la sensación de que el recurso sólo a objetos naturales, e incluso a los objetos culturales más sofisticados, no podía brindar esa satisfacción. La formulación ejemplar de ese desánimo se puede encontrar en Arturo Schopenhauer, y sus peores con-secuencias políticas en Federico Nietzsche.
Schopenhauer, siguiendo las líneas de algo que se había formulado ya en el romanticismo alemán de fines del siglo XVIII, pensó el deseo como deseo positivo y constituyente, es decir, como una tensión originaria que produce tanto al sujeto como a la necesidad, es decir, no cesa, ni se agota ante satisfacción alguna. La consecuencia catastrófica que obtuvo de eso es la idea de que los objetos del deseo son en realidad ilusorios, son puestos de manera gratuita por el deseo sólo para mantener la tensión. Dicho directamente, aunque suene cacofónico, el deseo sólo desea desear. Su satisfacción, obtener los objetos que persigue, sólo conduce a la frustración y al hastío. El deseo se puede satisfacer, pero no se puede colmar. Obtener lo que el deseo quiere es una antinomia, y esa desgracia constituye a la condición humana.
Voy a llamar deseo vacío a esta noción, que se ha hecho muy popular debido a que Jacques Lacan se la ha atribuido, erróneamente91, a Freud, y también porque ha encontrado un excelente terreno para prosperar en la crisis cultural y el desánimo de las capas medias.
No es extraño que muchos teóricos que suelen llamarse post modernos nos enfrenten a la dicotomía simple: o el deseo tiene un fundamento natural (cosa que descartan), o es en general sólo deseo vacío. No estamos obligados a esa dicotomía.
Hay que notar, incidentalmente, que bajo la idea de deseo vacío nunca se puede ser feliz de manera efectiva: la felicidad sería sólo una ilusión neurótica. Y, si somos auténticos y consecuentes, sin dejar-nos llevar por los cuentos de la “inautenticidad”, deberíamos reconocer que no nos queda más que desear lo menos posible, que es la fórmula de Schopenhauer, o simplemente mantenernos deseando sólo por desear, sin un sentido ni un objeto intrínseco.
Esta segunda vía es el origen de la manía pequeño burguesa, siempre revestida de idealismo ético, de “luchar por luchar”. “Buscar una utopía”, “luchar por lo inalcanzable”, “revolucionar la revolu-ción”, son algunas de las fórmulas recurrentes de este escepticismo profundo. El efecto evidente de esto en las subculturas de la gran izquierda es tan amplio que el asunto dista mucho de ser simplemente una disquisición filosófica.
Hegel formuló la idea de deseo positivo y constituyente de una manera a la vez no naturalista y no pesimista. Para Hegel el deseo humano es una tensión positiva que busca el deseo de otro ser humano. Todo deseo lo que el deseo desea es subjetividad, la subjetividad de otro. Se desea estar presente en el deseo del otro. El deseo tiene un objeto determinado (adecuado) y real (no ilusorio), pero no natural. Lo que se desea es un objeto libre, es decir, un sujeto. Hegel lo dice de esta manera, en algún lugar que no recuerdo, de un libro extraordinario con un nombre misterioso: “una autoconciencia indepen-diente sólo alcanza su satisfacción en otra autoconciencia independiente”.
Tal como intuyó Schopenhauer, los objetos y las necesidades naturales en realidad son efectos, y no causas, ni bases, del deseo humano. Y, como tales, son medios que no son capaces de colmarlo. Pero de eso no se sigue que no haya ningún objeto apropiado: la subjetividad de un ser humano libre es el objeto apropiado para el deseo de otro ser humano libre.
Es cierto, tal como lo intuyó Schopenhauer, que sobre el deseo pesa una incertidumbre fundamental. Pero esa incertidumbre no deriva de la pura ilusión, o de su imposibilidad sino, simplemente de la libertad. La consecuencia existencial y política de este contraste es que sí se puede ser feliz, sí hay un sentido sustantivo en luchar por la libertad y el reencuentro humano.
Pero también, de manera muchísimo más contingente, la diferencia entre placer y agrado, que se puede establecer claramente desde Hegel, tiene un efecto político directo.
En realidad, es bastante dudoso que Freud, un filósofo imbuido de los ideales pedagógicos de la Ilustración, hubiera estado de acuerdo con esta atribución. De la idea freudiana, bastante sutil, de que el deseo no tiene objetos determinados, es decir, que puede circular de un objeto a otro de manera fluida, no se sigue en absoluto que no haya objeto real, que el objeto sea puramente ilusorio, o que el deseo no se pueda colmar.
(Si bien, por un lado, dada la lógica que los relaciona, no puede haber placer sin agrado, es decir, no se puede alcanzar una auténtica satisfacción psíquica sino en el fundamento, en el elemento, que es la sensación física del agrado, al revés, en cambio, es perfectamente posible que haya agrado sin placer, es decir una satisfacción física sin el correlato de aquello que sólo puede dar el encuentro intersubjetivo. Dicho de manera directa, puede haber agrado frustrante.)
Y esto es crucial para entender por qué, a pesar de los niveles o expectativas de consumo que hayan alcanzado los trabajadores, la perspectiva del comunismo es plenamente viable. El mercado capi-talista altamente tecnológico puede manipular el agrado, pero sólo a costa de opacar y desplazar el placer. El consumo mercantil y la manipulación burocrática, porque están ligados profundamente a la idea naturalista de necesidad, sólo pueden producir agrado frustrante. Y sus esfuerzos por diluir la frustración ofreciendo cuotas cada vez mayores de agrado sólo conducen a aumentarla.
( Ver, por ejemplo, Bolívar Echeverría, El Discurso Crítico de Marx, Era, México, 1986. En particular su defensa de la idea de valor de uso en el capítulo: Comentario sobre el “punto de partida” de El Capital. Mi opinión, en general, es que en el rescate que hace, el valor de uso reproduce, de manera sofisticada, la diferencia entre cultura y naturaleza. Una dife-rencia en la que resulta que la cultura es lo relevante y la “naturaleza”, que él mismo pone entre comillas, no es sino un in-determinado de tipo kantiano.)
Puestas las cosas de esta manera, la alternativa de simplemente llegar a un arreglo con el deseo, considerado como vacío, predicada por Lacan, por los llamados “filósofos de la finitud”, por los here-deros directos de Schopenhauer y Nietzsche, se revela no sólo como un sutil error teórico, sino direc-tamente como un grueso error político. No hace sino interpretar la frustración del agrado imperante como vaciedad del deseo y, con ello, clausura el espacio teórico y práctico en que esa frustración podría ser superada, niega la potencia política real que reside en el sentimiento de comunidad, en el ejercicio del placer, y en la solidaridad intersubjetiva, declarándolas, por un simple arbitrio intelectualista, ilusiones neuróticas, o empeños carentes de sentido. No es raro, entonces, que su propagación entre los estudiantes y en el sentido común masivo tenga el efecto desmovilizador que es tan fácil de cons-tatar.
Cuando aplicamos estas diferencias entre los diversos conceptos de deseo a nuestro problema eco-nómico, el del valor, lo que se sigue directamente es que la sustancia de todo valor, de lo que es valioso, no es sino la subjetividad. Esa subjetividad que los seres humanos ponen en sus objetivaciones, la que es deseada cuando se estima que sus productos tienen valor. Todos los objetos deseados, son deseados por la subjetividad que contienen, o que prometen. Ese es el fundamento material de la idea de valor en general.
Lo que he hecho en esta formulación es una historización radical de las necesidades. No hay necesidades naturales, todas, incluso las que llamamos “básicas” (sed, hambre, sueño, sexo), son producidas y pueden ser satisfechas en el contexto de la historia humana. Y esto es lo que quita sentido a la noción de valor de uso, cuya connotación de “utilidad” es inseparable de la noción de un objeto natural adecuado para satisfacer una necesidad natural determinada. No se trata de que el valor tenga un “aspecto” social, por ejemplo, el de las significaciones que en el intercambio humano se le atribuyen al objeto, pero que estaría montado, a su vez, sobre un fondo natural.92 No hay tal fondo natural. No se trata sólo del acto comunicativo contenido en el intercambio. Se trata de valor puramente humano, radicalmente histórico.
Lo que he hecho es una radical historización de la idea de valor, por la cual toda producción humana contiene valor real, por sí misma, muy por debajo de su utilidad, o de su capacidad para ser intercambiada en términos de equivalencia.
b. Valor y mercado
Los seres humanos producen toda la objetividad. Esto es lo que he afirmado como teoría de la obje-tivación. Al producirse, al objetivarse, producen valor. Producen su propia subjetividad exteriorizán-dola como objetos. El valor en general, como subjetividad humana exteriorizada, es lo que está en juego en todo intercambio.
El valor, sin embargo, como subjetividad en general, es simple y radicalmente inconmensurable. No hay manera de reducirlo a cantidad de ningún tipo. Es, para decirlo de manera elegante, lo cualita-tivo puro.
Esto significa que todo intercambio de valor debe ser considerado, en principio, como no equiva-lente. La lógica básica, primitiva, espontánea, de todo intercambio, es la del devorar y del regalo. Se da algo sin expectativa alguna de recibir, o se busca algo, sin disposición alguna a ofrecer.
Lo realmente importante de esto, que es una cuestión de tipo meramente lógico, es su formulación inversa: todo intercambio que se considere equivalente está fundado en una ficción, una ficción de equivalencia, acordada o impuesta.
Sostengo que se puede hablar de “mercado en general” cuando los intercambios se realizan sobre la base de alguna ficción de equivalencia. El regalo, en que no se pretende equivalencia alguna es, por antonomasia, un intercambio no mercantil. Una de las formas en que he definido el comunismo, es como una economía del regalo: habrá intercambio, pero no mercado.
A lo largo de la historia humana se pueden encontrar muchas construcciones sociales que operan como ficciones de equivalencia, levantadas sobre un hecho fundamental, igualmente histórico, el valor como aquello sustantivo que está contenido en toda objetivación.
Hay “mercado capitalista”, en particular, cuando la ficción de equivalencia se realiza a través de una ponderación de hecho, global, tendencial, del tiempo socialmente necesario para producir algo que, en virtud de esa ponderación, se puede llamar mercancía. Este valor, el que se intercambia de es-ta manera, es el que se ha llamado “valor de cambio”.
Se puede decir que el gran logro de la modernidad, en esto, es llevar las ficciones de equivalencia mercantiles s su máxima abstracción posible, a una medida exenta de toda cualidad reconocible como directamente deseable: el tiempo. Es esta enorme abstracción la que permite operaciones auténtica-mente cuantitativas, como nunca antes. Operaciones en que todas las cualidades sensibles de los obje-tos intercambiados pasan a un segundo plano.
Por cierto, por un lado, se puede ver en esta abstracción el fondo de deshumanización general que caracteriza a la modernidad capitalista. Pero, por otro, no podemos dejar de reconocer, y admirarnos, de este límite, socialmente conquistado, sin que nadie en particular lo haya planeado, en que cada vez que cambiamos una mercancía por dinero cambiamos una cantidad de tiempo por otra, cantidades de tiempo mediadas, transformadas una y otra vez, cantidades de tiempo que ocultan en ellas la sangre, el sudor y las lágrimas que constituyen en esencia a aquellos objetos que median.
La gigantesca eficacia, la enorme proporción, de las transformaciones producidas a partir de esta forma de intercambio, nos han llevado a llamar “mercado” a todo intercambio que suponga alguna clase de equivalencia, a buscar equivalencia en sentido moderno en todos los intercambios, a llamar mercancía en general a todo objeto del que presumimos que puede ser intercambiado.
Como he indicado, con esto no hacemos sino extender la lógica de la modernidad a toda la historia humana, y a todos los aspectos de se dan en ella. Una operación característica de esta cultura: su difi-cultad sistemática para ver a lo otro como otro, su tendencia a colonizar toda la realidad que encuentra a su paso. Digámoslo: no todo procedimiento es un “método”, no todo objeto que nos parezca bello ha sido considerado por otras culturas como “arte”, no todo saber que vemos en otras culturas que noso-tros consideramos correcto es “ciencia”, no todas las historias sobre héroes señalan la presencia de “individuos”, el derecho a voto de los aristócratas griegos no es asimilable a lo que llamamos hoy “democracia” o “ciudadanía”. Y, también, no todo intercambio mercantil puede ser considerado como intercambio mercantil capitalista, es decir, fundado en el intercambio de valor de cambio.
La inercia conceptual es tal, sin embargo, que es necesaria una opción, sólo para facilitar las cosas, aún a costa de una pérdida parcial de rigor. Llamaré “intercambio mercantil” al que está basado en el
valor de cambio. E “intercambio no mercantil” al que está basado en otras ficciones de equivalencia. A pesar de la concesión al uso común, colonizador, hemos ganado algo con esto: no todos los inter-cambios de valor en la sociedad capitalista son intercambios de valor de cambio. Subsisten en el capi-talismo “economías”, heredadas de formas sociales anteriores, que operan de maneras alternativas a la dominante. “Mercados” que no son considerados por nuestra mentalidad colonialista como auténticos mercados, que están presididos por dimensiones precapitalistas del valor, y sus ficciones propias de equivalencia.
c. Mercados pre-capitalistas
En la larga época de la escasez, que se extendió a través de todas las sociedades tradicionales hasta la formación de la sociedad moderna, todos los aspectos de la producción humana fueron puestos en función de la sobrevivencia y la reproducción social, y también bajo el imperio del reparto desigual. La sobrevivencia de las clases dominantes se fundó en la extrema sobre explotación de pueblos ente-ros, hasta el grado del exterminio, y en la pobreza absoluta de sus propias poblaciones originarias.
En las sociedades tradicionales la base primaria de esa desigualdad la constituyeron los sistemas de estatus. El esfuerzo humano, físico y psíquico (el trabajo) que se consideró justo exigir y retribuir (equivalente) dependió de manera directa de esos sistemas, legitimados históricamente en la religión, apoyados de manera variable en el derecho, y amparados de manera directa en el uso de la fuerza físi-ca. Esclavo o libre, hombre o mujer, padre o varón soltero, ciudadano o forastero, terrateniente o arte-sano, agricultor o pastor, fueron estatus que denotaban deberes y derechos distintos. Como conjunto, el sistema de estatus en cada sociedad fue su sistema de mercado, su ficción de intercambio equivalen-te.
Pero la lógica de la producción agrícola, que requiere de manera imperiosa de la estabilidad de la fuerza de trabajo, obligó a estas estructuras a una tarea más compleja que la de la pura apropiación di-ferencial del producto a favor de las clases dominantes. El sistema de estatus es por un lado el marco de la apropiación, pero también, por otro, es un sistema de compensaciones materiales e ideológicas. Por eso, dentro de sus límites, podía considerarse como equivalente.
Su pretensión ideológica es que se trataría de un sistema de sacrificios y compensaciones que per-mitiría, al menos en principio, la valorización de ambas partes, de acuerdo a lo que socialmente se re-conocía de cada una de ellas. Como sostuvo un filósofo famoso (que también creía que las mujeres te-nían menos dientes que los hombres…), “la justicia es dar a cada uno lo suyo”. En esos reconocimien-tos a la servidumbre le correspondía la asignación de una dignidad, la pobreza votiva era compensada por la protección, la sumisión y la obediencia serían compensadas con la salvación, la postergación actual con una promesa de consumo futuro.
El supremo arte de estas equivalencias fue quizás el que predicaron Confucio y Lao Tsé. Una suer-te de pacto social que buscaba retener y proteger a los campesinos en épocas de hambruna a cambio de su fidelidad en épocas de bonanza. Las religiones universales fueron, sin embargo, las que alcanza-ron el grado de eficacia más significativo en esta política, siempre amenazada por la ineficacia crónica de la agricultura.
En estos mercados pre-capitalistas el valor no es ese equivalente extremadamente sofisticado y abstracto que es el tiempo de trabajo socialmente necesario para producir una mercancía, que es una medida social cuantitativa, objetivable y universal. Está, en cambio, atravesado por variables ideológicas, construidas culturalmente como formas de legitimación específicas, para contextos productivos particulares. El valor concedido por sí mismo, sólo por sus cualidades, a la plata, al oro, o las plumas de quetzal; el valor que se concede a ciertas técnicas productivas como la metalurgia o la fabricación de armas; y, sobre todo, el valor estrictamente diferencial que se atribuye al trabajo humano de acuerdo a la escala de estatus, son los ejemplos más claros y frecuentes.
Desde nuestro punto de vista, inconmensurablemente moderno, es necesario distinguir en estos intercambios dos niveles de lo que (nosotros) llamaríamos explotación. El primero es el nivel interno, el que está referido a sus propias relaciones de equivalencia.
De acuerdo con sus criterios, habría explotación si las equivalencias que ellos fijaron, o que les fue impuesta, no se cumplen. Si la servidumbre es opresiva, si la pobreza es aguda, la sumisión degradan-te, la protección débil, la salvación inalcanzable entonces, de manera manifiesta el intercambio ha sido desigual, la valorización de unos ha conducido a la desvalorización de los otros.
Las iras de los antiguos profetas judíos son el mejor ejemplo de cómo estas injusticias internas po-dían ser reclamadas, sin que por ello se propusieran utopías terrenas e igualitaristas como las modernas. El drama de la guerra encabezada por Espartaco, cuyo único horizonte era que los esclavos pudieran volver a sus países de origen, es otro ejemplo de la enorme distancia ideológica que separa a la protesta social antigua de la moderna.
Pero, al revés, si las compensaciones han sido razonablemente alcanzadas, no debería extrañarnos que pueblos enteros, durante muchos cientos de años, hayan considerado justa una convivencia social que a nosotros nos parecería increíblemente opresiva. A escala planetaria, los cientos de años de asombrosa estabilidad política que se alcanzaron en los momentos de bonanza de la cultura agrícola china son el mejor ejemplo, política confuciana de por medio, por mucho que sean interrumpidos cada cierto número de siglos por guerras feudales originadas justamente en los momentos de debilidad pro-ductiva.
El segundo nivel es el juicio que establecemos, de manera anacrónica, sobre esos sistemas desde nuestras formas de equivalencia y explotación. La vida común de un campesino chino tradicional, o del sistema de castas en la India, parecen ahora increíblemente opresivos salvo, desde luego, para los neo-románticos que los mistifican como un modo de reacción a la brutalidad de la industrialización moderna. Nos parece obvio, indudable, desde una mirada a-histórica, que en ese régimen sólo imperaba la injusticia, la sobre explotación y, como único sostén, el engaño y la mistificación ideológica.
Pero todo eso es sólo porque la modernidad combatió y logró abolir todos los sistemas de estatus intrínseco, y fundamentó en cambio su necesidad de la libertad de la fuerza de trabajo en una ideología igualitarista en que la fuerza de trabajo que se vende en el mercado vale sólo en función de lo que es capaz de producir, e incluso, de manera completamente abstracta, vale sólo el tiempo de trabajo socialmente necesario para producir los medios de su propia producción y reproducción. Un tiempo que, con el desarrollo de la industrialización, se hace completamente independiente del objeto que sea producido, o de las destrezas particulares de quien lo haga.
De esta manera la nueva relación de equivalencia va borrando, en la integración al mercado de fuerza de trabajo, tanto entre los asalariados como entre los capitalistas, toda diferencia tradicional, y toda diferencia cualitativa, entre los seres humanos, para poner en su lugar una única variable cuantitativa y abstracta, el tiempo de trabajo, y su expresión, aun más abstracta, una cierta cantidad de dinero. El anonimato homogéneo del obrero industrial fordista, y la menos notoria pero igualmente pro-funda homogeneidad de los propios capitalistas, es el mejor ejemplo de esto.
d. Valor precapitalista en el capitalismo
En el horizonte igualador y homogeneizador de la ideología capitalista todo estatus podría perfectamente desaparecer. De un modo negativo es el mundo retratado en la clásica Metrópolis de Fritz
(Recordemos que, después de cuatrocientos años en que la producción capitalista estuvo técnica y socialmente organiza-da en gremios, el capitalismo pleno sólo se alcanza con el fin de los oficios, de la valoración de las destrezas de los artesa-nos, y su conversión en trabajo taylorista, completamente abstracto. Es importante notar, también, que los sistemas de legitimación burocrática han vuelto a la valoración de las destrezas, pero ahora de manera puramente ideológica, sin que haya un correlato objetivable, como ocurría con los artesanos, que corresponda a sus pretensiones.)
Lang, de un modo positivo es la ilusión que se tiene al elegir a un negro como presidente de los Estados Unidos, o permitir que los capitalistas chinos se impongan a los europeos.
Para la lógica del capital no es relevante si un obrero, o un socio empresarial, es hombre o mujer, chileno o mapuche, viejo o niño, europeo o africano. El que esta homogeneidad no sea efectiva hasta hoy, y el que probablemente nunca llegue a serlo, se debe a dos cuestiones muy básicas y pragmáticas. Por un lado, en su despliegue histórico efectivo, el capital pudo aprovechar herencias del régimen tradicional de estatus para legitimar formas de disminuir el costo de re-producción de la fuerza de trabajo. Esto es lo que ocurrió en particular con la diferencia tradicional entre lo femenino y lo masculino, que permitió, y permite hasta hoy, pagar menos salario a las mujeres, y con la diferencia étnica entre los blancos europeos y todos los demás pueblos del mundo, que legitimó de manera explícita el sa-queo de la periferia capitalista.
Pero también, por otro lado, la homogeneidad dejó de ser necesaria cuando el capital alcanzó la complejidad tecnológica suficiente como para producir y administrar diversidad. Desde esta capacidad pudo darle una connotación positiva, para los buenos negocios, a ciertas diferencias tradicionales, y convertirlas en nichos en su política de segmentación del mercado. Las mujeres negras tienen derecho actualmente a tener cosméticos especiales para mujeres negras; los niños, los jóvenes, los viejos, son reconocidos en su diferencia como clientes potenciales. Hay mercados específicos para hindúes, tur-cos, y paquistaníes, en los países que presumieron de su superioridad blanca.94 El pragmatismo de este pluralismo de mercado logra combinar de una manera extraordinaria los ideales igualitaristas y el re-conocimiento de las diferencias.
( Por supuesto, este pluralismo mercantil tiene límites. Un paquistaní
puede ser uno de los capitalistas más ricos de un reino de blancos
vanidosos, pero eso nunca le dará el derecho de ser amante de la que
pudo haber sido su reina. Ante un exceso semejante es preferible tomar
medidas drásticas. )
Hay estatus, pero no en una relación vertical de subordinación, sino en un régimen horizontal de segmentación. Y, por supuesto, ese mismo apartamiento relativo, no deja de ser un alivio para la superioridad de los blancos: los negros con los negros, los amarillos con los amarillos, los blancos siguen siendo algo relativamente exclusivo.
Al pagar a un menor precio la fuerza de trabajo de una mujer asalariada sólo por ser mujer el capitalismo superpuso dos sistemas de explotación o, también, mercantilizó un ámbito de opresión precapitalista. Un efecto análogo se produce en la opresión por razones étnicas. Para la cultura de los blancos europeos alguna vez ser negro, oriental o latino, fue un estatus, y esa condición se prolonga hasta hoy, en que formalmente la ideología burguesa la niega, entretejida con el interés capitalista.
Esta superposición entre el régimen de explotación capitalista y el intercambio fundado en el estatus no anula, sin embargo, a este último, aunque lo haga homogéneo. Dicho directamente, el régimen de intercambio precapitalista no se reduce nunca, ni puede ser reducido, a las equivalencias propias del valor de cambio.
Para describir esto de manera marxista es necesario entender que la “condición femenina” es un espacio de producción de valor, es decir, de actos y objetos que son valiosos en el intercambio humano. De manera correlativa la “condición masculina” lo es, como lo fue también el “ser griego”, frente a “ser bárbaro”, o blanco, frente a ser oriental o negro. Y estos espacios de producción de valor objetivo tuvieron una función y sentido eficaz en la división social del trabajo en algún momento de la historia, y por ello llegaron a convertirse en instituciones desde las primeras etapas de la revolución agrícola. Estas instituciones son las que sobreviven hoy, porque su forma, ya no su contenido productivo originario, es congruente con el interés capitalista.
Reconociendo lo femenino y lo masculino como espacios de producción y valor real, se puede pensar en el sistema de sacrificios y compensaciones que, al menos de manera convencional, podría constituir a sus relaciones de equivalencia. Internamente, desde su propio contexto cultural, se podría hablar aquí de intercambio justo o de intercambio desigual. En este segundo caso se podría hablar de manera objetiva y diferencial de explotación. Pero no ya como intercambio desigual de valor de cambio, aunque lo haya, sino de intercambio desigual del valor específicamente contenido en la esfera de la producción especial que es el constituirse como género.
Puestas las cosas de esta manera, la opresión de género (impedimento de valorización) puede en-tenderse como medio y efecto de su explotación, es decir, de la apropiación del valor que produce en beneficio de la valorización específica de lo masculino.
Si comentamos esta diferencia de manera plenamente historicista, es necesario reconocer que la familia no es propiamente un mecanismo de reproducción que podría considerarse “natural”. Es en realidad un mecanismo de ordenamiento social, fue, en alguna época histórica ahora remota, pero que duró fácilmente unos cien mil años, un mecanismo que hacía posible la sobrevivencia.
Esa enorme extensión de tiempo arraigó quizás en nuestra constitución una profunda disposición al intercambio de “bienes” reproductivos como si fuese intercambios afectivos. Comparado con esa extensión, su cosificación bajo la forma institucional de matrimonio, es realmente reciente. Esa institución introduce una ficción de equivalencia, que prometía mantener la funcionalidad que tenía la familia en la tarea de la sobrevivencia del todo social. Aún así, sin embargo, el matrimonio, en sus múlti-ples formas históricas, estuvo ampliamente caracterizado por la dominación patriarcal hasta hace me-nos de doscientos años. Lo que se consideró equivalencia no consideró en absoluto la retribución a la condición femenina de lo que se creía obtener de ella en términos de invocación de la fertilidad general de la naturaleza.
¿En qué sentido se podría decir entonces que había una ficción de equivalencia? Y, si la había, ¿en qué sentido se podría decir que esa ficción no se respetaba en sus propios términos? Ambos asuntos son cruciales desde un punto de vista puramente conceptual.
A pesar de su apariencia, inofensivamente matemática, la expresión ficción de equivalencia, como toda función social, contiene un horizonte de realización. Tratándose de un intercambio dinámico y permanente de subjetividad, como lo es en las relaciones de género o etnia, los “contratantes”(Las comillas en “contratantes” se deben a que en contextos premodernos
obviamente esta palabra es anacrónica. Lo que connota, en esencia, sin
embargo, la formalización de un intercambio, es plenamente pertinente) no pretenden haber realizado la equivalencia por el mero hecho de establecerla. Lo que esperan es que la relación se perfeccione (“Perfeccione”, por cierto, en el sentido de que se realice, se complete. No en el sentido de que sea cada vez mejor) progresivamente hasta alcanzar una cierta plenitud. La “felicidad” conyugal, en el matrimonio, o la “superioridad”, en la relación étnica, son más bien actividades que eventos aislados y particulares. Al considerar de manera amplia esta noción podemos hacer visible, por contraste, otro de los aspectos del fetichismo capitalista de la mercancía: oculta en la apariencia dada e inmóvil del objeto la dinamicidad de la relación social de la que es portador.
Pero este “perfeccionamiento” contiene un horizonte. Cuando el discurso de ese horizonte no hace sino encubrir el hecho real de la opresión, cuando se convierte en consagración de la situación de opresión dada, entonces puede ser confrontado con ella. Se puede confrontar lo que el discurso anuncia, promete, con la opresión real que expresa. El “cuidado” del patriarca sobre la esposa, o del “padre blanco” sobre el negro, se convierte en el reverso de su propia realidad de apropiación deshumaniza-dora y antagonismo. En ese caso es discurso de la explotación y, de manera correlativa, el juicio “explotación” se puede hacer desde el propio horizonte que ese discurso promete.
Así, la ficción es, si se quiere, doblemente ficticia. Lo es, en primer lugar, porque hace equivalente lo que de suyo no lo es. Pero aún así ambas partes podrían asumirla como tal, y resultar valorizadas en ello. Pero es ficticia también, en segundo lugar, porque ni siquiera lo que se ha asumido como equivalente lo es, en sus propios términos.
(Un notable análisis del contrato matrimonial como una ficción que no respeta sus propios parámetros de equivalencia se puede encontrar en Carol Pateman, El Contrato Sexual (1988), En castellano en Ántropos, Barcelona, 1995. Allí Pateman)
La crítica a estas dos ficciones es, conceptualmente, distinta. En la primera se afirma una cuestión teórica y de fundamento: la inconmensurabilidad de todo intercambio de valor. En la segunda se hace una consideración empírica, relativa a un asunto de hecho: la aceptación mutua de un intercambio como equivalente, y su eventual falsedad.
A partir de todo esto es posible entender la cosificación dicotómica de la diferencia heterosexual como la construcción de un ámbito de legitimidad que avale y vehiculice esa operación efectiva, ma-terial, de apropiación de valor. Los constructos sociales, históricamente determinados, que llamamos “hombre” y “mujer”, son efectos históricos, no causas naturales, de esa relación de explotación. Y es por eso que, cuando la crítica y la práctica liberadora promueven la emancipación de lo femenino, la dicotomía entre hombre y mujer estalla en una diversidad de géneros que no hacen expresar la riqueza y polivalencia del valor creado en ese ámbito, y la diversidad de formas en que su intercambio puede reapropiar su condición genuinamente humana.
La mercantilización de la opresión de género ni la reduce al régimen del valor de cambio, ni la di-luye como un puro aspecto de la explotación capitalista pero, al revés, la agrava en su propia condi-ción. Bajo la sociedad capitalista el patriarcado, ahora formalmente monogámico, y concentrado en torno a la familia nuclear, alcanza su máximo grado histórico de opresión.
Esto no sólo ocurre por la superposición en él de dos sistemas de explotación, sino porque la pre-tensión de que ha desaparecido el estatus diferencial no hace sino quitarle a lo femenino todas las compensaciones que la opresión tradicional podía ofrecer. Lo femenino, ahora artificiosamente con-centrado en la mujer, pierde su significación ritual y los privilegios relativos que implicaba, y se con-vierte en una mera diferencia natural, sin más significado propio que el de ser una masculinidad in-completa, un espacio de privación, de falta e imperfección.98
Toda otra expresión de género es relegada al estigma de la desviación y la enfermedad, los niños, los viejos, incluso los pobres y los inmigrantes, son pensados según el modelo arbitrario de lo feme-nino como espacio de incomplitud. El hombre, blanco, europeo, padre, proveedor, se arroga el dere-cho también de ser el ciudadano, el poseedor genuino de las capacidades intelectivas y espirituales, el depositario confiable de la parsimonia de la razón. En ninguna sociedad anterior el patriarcado alcan-zó estos grados de exclusividad y negación de la diferencia desde la cual estaba, y está obligado, a ob-tener su constitución y coherencia subjetiva más íntima.
Una cuestión relevante en este tratamiento de la opresión de lo femenino como explotación es que, de manera mucho más visible que en el valor de cambio, resulta notorio que la producción de valor surge de una diferencia constituyente. La producción de lo femenino sólo surge y alcanza objetividad y sentido respecto de lo masculino. Y es vivible en ambos términos que se trata de aspectos del sujeto. Lo que ocurre con el valor de cambio es que la lógica cosista de la modernidad nos hace difícil com-prender que en la relación sujeto-objeto (productor-producto) en realidad hay también una diferencia interna en el sujeto: la objetividad no es sino objetivación. En la producción de valor de cambio no hay un individuo frente a una cosa, sino un sujeto que se exterioriza a la vez como productor y pro-ducto.
Esta especificación lógica es necesaria para conceptualizar las diferencias étnicas como ámbito de producción de valor real, específicamente étnico, y su intercambio desigual. Es necesaria para enten-der la opresión étnica como efecto y medio de una forma de explotación.
muestra que el matrimonio burgués tiene jurídicamente la forma de un contrato de compra venta, pero que, a la vez, no cumple con los requisitos que el propio Derecho burgués exige para que un contrato sea válido.
Ver al respecto, Thomas Laquer, La construcción del sexo, en la colección Feminismos, de Ediciones Cátedra y la Uni-versidad de Valencia, Madrid, 1994
En algún momento en la historia humana representó una ventaja económica que “lo griego” se impusiera ante la “barbarie”. En sistemas económicos fuertemente atravesados por variables ideológicas, con parámetros de objetividad muy lejanos a nuestra objetividad moderna, cosista, el reducir una etnia a la condición de barbarie, y el apropiar a través de múltiples gestos rituales, el valor que contenía como etnia, pudo representar la fórmula de sobrevivencia de un pueblo, aun a través de confianzas que nosotros calificaríamos de mágicas y ficticias, pero que operaban en ellos como economía real. Un buen ejemplo de esto es el sentido a la vez económico y ritual de la llamada “Guerra Florida” entre los tenochcas y sus vecinos.
El eco, progresivamente desencantado y disgregado, de esta forma de acumular valor, es el que to-davía opera cuando los blancos europeos, que han superado las diferencias de estatus sólo para ellos, legitiman su saqueo del resto del mundo.
Y es en este contexto, que ya no es el de las creencias míticas originarias, que surge una negritud, un ser sudaca o oriental, como ámbito de reivindicación de valor real y específico. Y es en este con-texto también que se constituye la apropiación de ese valor (la apropiación cultural no reconocida, la colonización y transculturización, la discriminación) como extracción de algo sustantivo, que valoriza al polo dominante, como explotación.
Una consecuencia política de primer orden de este análisis de la opresión étnica y de género como explotación es que, para la oposición comunista que opere de manera post ilustrada, no basta con contraponer a estas formas de explotación la simple superación del sistema de estatus que contienen de manera residual. Es decir, no basta con reivindicar la igualdad de hombres y mujeres, o de blancos y negros.
Es notorio que esa igualdad ya está contenida en los principios del derecho burgués y, sobre todo, en la tendencia igualadora de la operación abstracta del capital, y en su inverso, la segmentación y manipulación de las diferencias como diferencias mercantiles. Exigir que esos principios igualitaristas se expresen en leyes efectivas donde aun no existen, es necesario y quizás urgente, pero no rebasa en absoluto el horizonte de la vida burguesa.
La reivindicación de las diferencias étnicas y de género no puede consistir en ganar el derecho de poder ser igualitariamente explotados o explotadores capitalistas. La superación real de las formas precapitalistas de explotación requiere la superación de la explotación capitalista, que las ha mercantilizado. Sin embargo, esa superación es, en esencia, independiente de esta superación del capitalismo, aunque la requiera.
El reconocimiento de lo femenino y lo masculino como ámbitos de producción de valor real, la reivindicación primaria de reglas de equivalencia más justas, y la reivindicación final de que no haya en esas esferas regla de equivalencia alguna (de que no haya mercado de género), requiere una política propia, específica, paralela a las reivindicaciones anti capitalistas y anti burocráticas que giran en torno al valor de cambio. Y otro tanto debe decirse para las reivindicaciones étnicas.
Esta es una de las razones más poderosas para entender la oposición política que es la gran izquier-da como una oposición en red. No es deseable, ni posible, organizar todas las luchas en una sola “línea política”, y mucho menos en una estructura en árbol que las ordene en torno a una “contradicción principal”. Hacerlo sólo puede conducir a una polémica eterna, estéril y desmovilizadora, en torno a urgencias y prioridades que son, en esencia, inconmensurables.
Es justo y necesario que cada módulo de la red opositora piense a la contradicción que lo afecta de manera más directa como “la principal”. Lo que hay que hacer es fomentar la más amplia tolerancia política en torno a un espíritu común que congregue a esas luchas diversas. Dada esa tolerancia, es notorio como los militantes de cada diferencia se abren a la comprensión solidaria de las otras diferencias.
e. Reduccionismo causal y unidad explicativa
Como ya debe ser obvio, el problema de las dimensiones precapitalistas del valor, tal como lo he expuesto, está relacionado directamente con la polémica de si la discriminación por razones de género, etnia o cultura puede ser reducida sólo a derivaciones del intercambio mercantil desigual. O, en términos más clásicos, al viejo, viejísimo, problema del reduccionismo economicista.
Si ha habido marxistas reduccionistas en este sentido es un problema histórico, meramente empíri-co. Lo importante es que la argumentación marxista no está obligada a ese reduccionismo. La genera-lización de la idea de valor permite evitarlo.
El reduccionismo se asocia casi siempre a reduccionismo causal. En el caso del economicismo se trataría de la afirmación de que la explotación en términos de valor de cambio, a través de la extrac-ción de plusvalía, en el marco del trabajo asalariado, sería la causa de los problemas de género, o étni-cos o culturales, o ecológicos. Esta causa única y general sería el gran problema que la iniciativa revolucionaria tendría que abordar. La resolución de este problema conllevaría la resolución de todos los otros.
Se pueden dar, y se han dado, abundantes y contundentes argumentos, empíricos y teóricos, en contra de este reduccionismo causal. Como mínimo no es empíricamente constatable que las diferen-cias de género, por ejemplo, implique siempre intercambio mercantil o, incluso, relaciones de inter-cambio que puedan ser expresadas en términos de mercancías, o de dinero. Otro tanto se puede decir de la discriminación étnica, o cultural. Al revés, se pueden mostrar abundantes ejemplos de situacio-nes en que, aún bajo relaciones mercantiles favorables, operan situaciones de opresión o de discrimi-nación sobre los favorecidos. Se discrimina a mapuches ricos, se discrimina a mujeres empresarias.
El argumento original contra este economicismo remonta a Max Weber. El punto, en Weber, es que quizás los marxistas tengan razón en cuanto a que la relación social que se da en el trabajo asala-riado sea desigual, discriminatoria, injusta, pero, aún así, ello no agotaría todos los problemas socia-les. Weber afirma la multiplicidad de los problemas sociales: muchos problemas paralelos, muchas iniciativas paralelas. La idea de que una revolución las resolvería no resultaría viable.
Mi interés apunta justamente a esta consecuencia política: el problema de la unidad de la revolu-ción. O de la unidad básica de todas las iniciativas revolucionarias en torno a un gran problema.
Las especificaciones que he hecho sobre el valor permiten, para abordar este problema, volver a la idea de que toda forma de opresión (impedimento de valorización) refiere, directa o indirectamente, a situaciones de explotación (Ver Primera Parte, Capítulo 2, Apartado b., Explotación, dominación, opresión).
En la medida en que tradicionalmente se ha reducido la idea de explotación al intercambio de valor de cambio capitalista, se ha sostenido también que la explotación es sólo una entre muchas formas de opresión posibles.
La ampliación de la noción de valor, por un lado, y la exclusión de la idea de una tendencia propia (natural, o intrínseca a la condición humana) a la opresión, por otro, permiten extender la idea de ex-plotación a intercambios en que lo transado son las dimensiones pre-capitalistas del valor. Permiten la idea de que las principales formas de opresión, en particular aquellas activas, que no derivan de una simple omisión, son en realidad el resultado de formas activas de apropiación diferencial de valor. La opresión de género, étnica, cultural, serían así, de manera efectiva, casos de explotación, en que los bienes apropiados son valor real, subjetividad humana, que no es medible en términos del tiempo socialmente necesario para su producción. La explotación es así el único y central problema que estable-ce a la lucha de clases. Un problema que se da en varias formas.
Con esto la acusación clásica de economicismo puede ser sorteada de manera lógica, sin abandonar, en cambio, la tesis política que perseguía, que le daba sentido.
En términos puramente lógicos la acusación clásica de “economicismo” equivalía a la de un reduccionismo causal doble. Por un lado, se procuraba entender problemas muy diversos, como el género, el trabajo asalariado, o las diferencias culturales, como si tuvieran una sola causa común. Por otro lado se entendía esa causa “económica” de una sola forma: intercambio desigual de valor de cambio capitalista.
Es importante tener presente que, a pesar de que desde siempre estas reducciones parecían implausibles, tenían, sin embargo, un sentido político: hay un solo gran problema, la explotación; hay una so-la gran solución, la revolución. Es innegable, de manera inversa, que buena parte de la oposición al economicismo derivaba no sólo de su propia falta de plausibilidad, sino más bien de esa consecuencia política. Es notorio que la principal consecuencia de postular la “diversidad de lo social” es que con-duce a políticas reformistas. Hay ahora muchos problemas, debe haber muchas soluciones y muchas maneras de buscarlas. La pérdida de unidad del principio explicativo conduce a una pérdida de la uni-dad de la política, necesaria para el principio revolucionario.
Las distinciones y consideraciones que he hecho, sin embargo, permiten mantener la unidad explicativa sin recurrir al reduccionismo causal y, con esto, mantener la unidad y centralidad del principio revolucionario.
El asunto es que no es necesario sostener que los intercambios mercantiles de valor de cambio son la causa de la discriminación, por ejemplo, de género. En esa discriminación ya hay, de suyo, una situación de explotación. La mujer produce de hecho valor, este valor es apropiado por el patriarca como insumo de su propia valorización en el espacio social del género. El interés objetivo de esta valorización lleva al interés de impedir la valorización autónoma de la mujer (opresión), y la situación, cosificada como pautas culturales, fetichizada en las ideologías de lo femenino y lo masculino, sólo se puede mantener a través del ejercicio de una diferencia de poder (dominación). El problema sigue siendo uno: la deshumanización de unos seres humanos por otros, por debajo de sus muchas formas (valores de cambio, étnicos o de género). La solución sigue siendo una: terminar con la lucha de clases, más allá de cuáles sean las instituciones que la expresan. Y son esas instituciones que protegen de maneras diversas los muchos aspectos de la deshumanización, las que requieren del principio revolucionario.
Para acceder al libro completo, "Proposición de un marxismo hegeliano"
APARTADO II
LA CLASE SOCIAL MUJER
LA MUJER COMO CLASE SOCIAL Y ECONÓMICA
Las mujeres constituyen una clase social y económica, culturalmente diferente de las otras clases masculinas.
Las
mujeres conforman la más amplia de todas las clases sociales, que ocupa
un lugar específico en el modo de producción doméstico, determinado
históricamente por la división sexual del trabajo. Entendiendo que el
modo de producción doméstico se constituye por los procesos de trabajo
necesarios para el mantenimiento y la reproducción de la sociedad
humana. En dicho modo de producción, la mujer es explotada por el hombre
en la sexualidad, en la reproducción y en el trabajo doméstico y de
cuidados.
Las mujeres están explotadas y oprimidas por los hombres de
todas las clases sociales, en todos los sistemas sociales y en todas
las culturas, y se relacionan con ellos en régimen de servidumbre. Por
su conformación biológica, la mujer está destinada a la reproducción y
al mantenimiento de la fuerza de trabajo.
La división social del
trabajo que Marx y Engels sitúan como primera premisa de las relaciones
de clase entre explotadores y explotados, la pérdida del producto del
trabajo por el oprimido y la apropiación del trabajo ajeno por el
opresor, constituyen las características necesarias para que se dé
dominación de una clase sobre otra. Y esta división del trabajo, como
indica Engels “es la que se hizo entre el hombre y la mujer para la procreación de los hijos”. La explotación de la mujer por el hombre consiste precisamente en esta relación de producción.
Siguiendo la definición de clase aceptada en el marxismo, que utiliza la fórmula de Lenin: “Una
clase se define por el lugar que ocupa en la producción, la parte de
riqueza que percibe y las relaciones de producción con las demás clases” podemos afirmar que la mujer es una clase social y económica.
Sabemos
ya, a través del conocimiento materialista de la historia, que ésta
debe ser entendida como la historia del enfrentamiento entre las clases
y, en consecuencia, que el concepto de clase es el que otorga la
dimensión exacta a todos los otros conceptos: modo de producción,
relaciones de producción, fuerzas productivas, superestructura
ideológica. Por ello es preciso partir del concepto clase social y de la
lucha de clases para determinar el lugar exacto que ocupa la mujer en
cualquier organización social. Sólo a partir de su cualificación como
clase, del lugar que ocupa en la producción de bienes, del trabajo
excedente que le es sustraído por la clase antagónica y de la parte de
la riqueza que percibe, podremos conocer el modo de producción doméstico
y por ende las relaciones de producción entre la clase mujer y la clase
que la explota.
Trabajo productivo, plus trabajo, trabajo explotado
Una
clase se define fundamentalmente por el lugar que ocupa en la
producción. Es decir, por el papel que desempeña en la división social
del trabajo. Es preciso recalcar que una clase debe realizar un trabajo
productivo para ser estimada como clase trabajadora.
Trabajo productivo en el modo de producción doméstico, que es una formación económica precapitalista, es aquel que crea productos cuyo valor de uso los hace estimables socialmente. En el modo de producción capitalista, en cambio, el concepto mediante el que se conoce el producto del trabajo humano es el de mercancía, ya que al valor de uso —sin el cual el producto no tendría interés— se le agrega el valor de cambio.
Toda mercancía se valora por el tiempo de trabajo humano invertido en ella y en relación a los conceptos de mercancía, de valor de uso, de valor de cambio y de trabajo humano tiene que definirse el trabajo explotado, el plus trabajo, el valor de la fuerza de trabajo y la plusvalía que extrae el empresario de los trabajadores y las trabajadoras, conceptos que permiten situar a un grupo humano en una clase social determinada.
Si partimos de la definición ofrecida anteriormente sobre el trabajo productivo, no nos quedará más que aplicarle el concepto de valor para situar económicamente el trabajo de la mujer en la sociedad, entendiendo por trabajo humano la actividad con la cual el ser humano obtiene los medios para mantenerse, reproducirse y desarrollarse.
Así, en la misma forma que es
indispensable para una sociedad el trabajo humano, resulta imposible el
ser humano sin la reproducción femenina. Y sin la alimentación, el
cuidado y la educación de las crías humanas de las que la mujer es
responsable, no es posible su supervivencia y socialización. A estas
tareas trascendentales para el mantenimiento de la especie humana, la
mujer es también responsable de la producción de bienes de uso
necesarios para el mantenimiento de los miembros de la familia, a la vez
que debe prestar servicios sexuales al varón para su disfrute y la
procreación de los hijos. Es también utilizada para el placer sexual
masculino en la explotación de la prostitución.
La apropiación por el
hombre del producto fabricado por la mujer —el hijo—, la utilización en
beneficio de su propio placer de la capacidad sexual de la mujer, y la
apropiación del trabajo productivo que ésta realiza en las tareas
domésticas, constituye la condición necesaria para convertir a la mujer
en una clase explotada por el hombre.
Causas materiales de la explotación de la mujer
Las
causas materiales de la explotación femenina se hallan en su propia
constitución fisiológica, en su especialización reproductora, en la
servidumbre de la gestación, de la parición y del amamantamiento.
La explotación femenina en la reproducción ha convertido a las mujeres en las esclavas de los hombres. La explotación sexual las hace objeto del placer masculino, la explotación de su fuerza de trabajo en las tareas domésticas y en la reproducción refuerza su explotación de clase por el hombre.
A – Reproducción
La
mujer es la única que puede fabricar un ser humano más. Sin que las
mujeres inviertan nueve meses de gestación, de su gasto de energía
física y psíquica, transformada en minerales, en vitaminas, en
proteínas, en alcaloides, para la formación del feto, que deberá
concluir en el enorme esfuerzo del parto, y sin que las mujeres
amamanten y cuiden posteriormente las crías no existiría ninguna
sociedad humana. En estas tareas la mujer invierte su mayor gasto de
energía. Y el producto fabricado con tal esfuerzo es el primer bien
apreciado por el hombre. Es el que constituye la fuerza de trabajo que
dará ingresos a la familia, es el sirviente del padre, el continuador de
la estirpe, el que garantiza la supervivencia del padre anciano. La
mujer reproduce los seres que el hombre aprecia más que nada después de
sí mismo. Y el hombre se aprovecha de ellos arrebatándoselos a la mujer,
para utilizarlos en provecho propio.
Nadie puede negar que el ser humano fabricado por la mujer poseerá en un futuro el mayor rendimiento social y económico conocido. Se trata de la mercancía de más valor, los obreros, empresarios, políticos, soldados o las esposas y madres. Sin embargo, la gestación, el parto, el amamantamiento y el cuidado de las crías nunca han sido considerados como un trabajo productivo. El tiempo y el esfuerzo invertidos en la producción del hijo no se le remunera ni se le reconoce a la mujer. La ideología capitalista del instinto materno engaña para que ésta crea que es el amor y el deseo, no el beneficio económico patriarcal, los que inducen a la mujer a tener hijos.
Es la ideología patriarcal la que
niega la condición de trabajo a la maternidad. Bajo el modo de
producción doméstico, la reproducción constituye la natural obligación
de las mujeres. Toda sociedad se halla constituida por el trabajo
explotado de las mujeres en la reproducción, pero ésta se realiza en
condiciones estimadas tan naturales como comer. No, por el contrario,
cómo obtener la comida, actividad que siempre es entendida como trabajo.
Al negarle la cualificación de trabajo a la reproducción y no contar el
valor del tiempo y del esfuerzo invertido, convierte el trabajo
femenino en el más explotado de todos, ya que el hombre utiliza el
cuerpo de la mujer y se apropia de su producto, sin remuneración alguna.
En
la reproducción el medio de producción de la mujer es su propio cuerpo.
Para ese proceso de producción no han existido más cambios desde la
evolución del homínido al ser humano que los que ha propiciado el avance
de la medicina. El embarazo, el parto, la lactancia, se producen en
ella siguiendo los procesos biológicos conocidos: los nueve meses del
embarazo, el trabajo del parto, a veces peligroso e incluso mortal, y la
lactancia. Para la mujer, la naturaleza misma de su cuerpo es la
primera premisa de su entidad humana, su relación con la naturaleza se
hace más estrecha que en el hombre. Se identifica más con el animal al
comprobar que su cuerpo está sometido, al contrario que el del hombre, a
los ciclos vitales de la reproducción. Hasta que la medicina y la
biología no adelanten, la mujer estará detenida en el proceso de
modificación y desarrollo de su propio cuerpo y en su proceso social de
avance.
El hijo, producto de la más importante inversión del trabajo
femenino, constituye, a la vez, la primera fuerza productiva, ya que sin
seres humanos, sin fuerza de trabajo, no existe historia humana.
B – Explotación sexual
Una
clase explotada no sólo se cualifica como tal en un proceso de
producción. Sobre todo en los modos de producción precapitalistas la
dominación que sufren las clases explotadas se manifiesta en todos los
aspectos de la vida. El esclavo y el siervo, cuando no pertenecen a su
amo en su totalidad, enajenando su cuerpo, están obligados a la
prestación de toda aquella clase de servicios que éste requiera.
El
hombre no sólo domina la capacidad reproductiva de la mujer, no sólo
posee el producto de su vientre fértil, el hijo, sino que, además, se
convierte en dominador de todas las restantes facultades femeninas. En
el trabajo excedente que la mujer entrega gratuitamente al hombre se
encuentran también los servicios sexuales. Esos servicios sexuales se
consideran de por sí gratuitos. En el modo de producción doméstico en su
estado puro, el discurso del enamoramiento y de la elección libre del
novio y del marido no existe. Las mujeres conocen desde su infancia el
destino que les aguarda. Prometida desde muy joven por el padre que
tiene la disposición sobre su cuerpo y será beneficiario de la
transacción matrimonial —en algunas comunidades primitivas este papel
corresponde al hermano de la madre— será entregada a un marido
desconocido apenas alcanzada la menarquia, y utilizada para satisfacer
el placer del macho que le haya tocado en suerte, mientras éste quiera.
Todavía en este siglo, los países musulmanes aprueban el matrimonio de
niñas con hombres mayores.
Bajo una ideología capitalista, la mujer
antes del matrimonio, engañada por el discurso burgués del amor, cree
que entrega tanto como recibe. Después, el desengaño será catastrófico,
pero tan irreversible como se pretende.
En el mundo de la
prostitución las relaciones de producción entre la mujer y el proxeneta
son de auténtica esclavitud, así como con el prostituidor.
C – Trabajo doméstico
El
trabajo doméstico es aquel que se realiza en el ámbito de la célula
familiar de manera casi exclusiva por las mujeres. Es un trabajo, puesto
que requiere la utilización de material, el uso del esfuerzo físico y
tiempo para desarrollarlo.
Se trata de un trabajo útil y produce
solamente valores de uso, imprescindible para la supervivencia de los
individuos. Es un trabajo ejecutado por las mujeres en régimen de
explotación, ya que el marido o compañero se apropia del trabajo
excedente que realiza aquella a cambio de la comida, del vestido y el
cobijo.
Todas las mujeres realizan trabajo doméstico. Todas, pues,
son amas de casa, incluso aquellas que además ejecutan un trabajo
asalariado.
Cada hombre, tanto desde el punto de vista económico como
psicológico, es el beneficiario del trabajo doméstico de la mujer y de
su situación de dependencia. Psicológicamente, porque tiene una persona
cuya única y principal misión en la vida es ayudarle a resolver los
problemas cotidianos, alguien que, como se ha dicho, «es una secretaria,
una amante, una ama de llaves y una sirvienta en la misma persona». Y
económicamente porque es mucho más barato mantener a una sola mujer que
pagar a una empleada de hogar, un restaurante, una lavandería y una
prostituta.
Reparto de la riqueza
El
reparto de la riqueza entre el hombre y la mujer, en cifras
universales, es el de mayor explotación. Según informes de la OIT, las
mujeres trabajan las dos terceras partes de las horas de trabajo en el
mundo, sólo cobran el 5% de los salarios y poseen únicamente el 1% de
todos los bienes del mundo, tanto bienes de producción como de consumo.
En este cálculo hay que añadir que la OIT no calcula las horas de
trabajo que las mujeres invierten en la reproducción y en los servicios
sexuales explotados.
La OIT tampoco tiene en cuenta el trabajo del ama de casa occidental. No hay mayor exacción de plus trabajo y de plusvalía.
Estas
son cifras mundiales que incluyen el trabajo rural y doméstico de las
mujeres de los países subdesarrollados. Esa media internacional no
corresponde a los países desarrollados, donde los salarios son mucho
mayores, pero en España las diferencias de remuneración de las mujeres y
de los hombres alcanzan hasta el 30% en según qué ramas, sectores de
producción y
puestos de trabajo.
En la actualidad, el reparto de la renta en España es del 18% para las mujeres y del 82% para los hombres.
Relaciones de producción
Las
relaciones de producción entre la clase dominante y la clase dominada,
en los modos de producción precapitalistas, implican la dependencia y la
sumisión total de la clase explotada. Y la mujer en el modo de
producción doméstico se halla sometida al hombre en relaciones de
producción precapitalistas.
Conciencia de clase
Cuando
se divide a las mujeres en clases sociales diversas e incluso
antagónicas, se hace siempre en razón de la clase social del marido, sin
rigor científico.
La confusión mayor se establece a partir de la
discusión sobre si las mujeres de los burgueses entrarán en la lucha
feminista con todas sus consecuencias. Lo que significa confundir el
concepto de clase con el de conciencia de clase. Se confunde la
definición económica de la pertenencia a una clase por el lugar que
ocupa en la producción, la porción de riqueza que percibe y las
relaciones de producción con las clases dominantes, con la conciencia de
clase que poseen los individuos que componen dicha clase. Es decir, se
confunde la estructura económica y la superestructura ideológica.
La
explotación de clase debe ser mantenida diariamente mediante la
opresión. Y la opresión más eficaz es la ideológica. La alienación de la
clase mujer se facilita grandemente, convenciendo a las propias mujeres
de las diferencias que las separan e incluso las enfrentan, según la
clase de su marido. La ideología dominante masculina y burguesa ha
expresado claramente cuáles han de ser las expectativas de la esposa de
cada marido de cada clase.
Si todavía la mujer debe constituirse en
clase para sí, es decir, elaborar su propia conciencia de clase, también
es cierto que una mayoría de las clases trabajadoras, la mayoría
hombres, votan a las fuerzas políticas de derecha e incluso participan
en los cuerpos represivos del pueblo o son esquiroles de sus compañeros.
Que
las mujeres más concienciadas hayan asumido la ideología proletaria y
hayan luchado con los hombres por la victoria del socialismo, no
significa que hayan elaborado la conciencia de su propia clase.
«Mientras una clase no tiene fuerza ni conciencia para elaborar su propia ideología, asume la ideología de la clase revolucionaria que le precede, que está en ascenso… Si los obreros forman masas compactas (durante la Revolución Francesa), esta acción no es consecuencia todavía de su propia unidad, sino de la unidad de la burguesía, que para alcanzar sus propios fines políticos, debe —y por ahora aún puede— poner en movimiento a todo el proletariado. Durante esta etapa, los proletarios no combaten, por tanto, contra sus propios enemigos, sino contra los enemigos de sus enemigos, es decir, contra los vestigios de la monarquía absoluta, los propietarios territoriales, los burgueses no industriales y los pequeños burgueses. Todo el movimiento histórico se concentra de esta suerte en manos de la burguesía, cada victoria alcanzada en esta condición es una victoria de la burguesía.», dice Marx en El 18 de Brumario de Luis Bonaparte.
Doscientos años después, la lucha de
clases se repite, casi en las mismas condiciones. Mientras el
proletariado es una clase en ascenso, arrastra en su lucha a las
mujeres. Y cada victoria ganada por el proletariado no lo es contra los
enemigos de la mujer, sino contra los enemigos de sus enemigos: contra
la burguesía industrial y financiera, contra las oligarquías de todo
tipo, contra el imperialismo, contra el colonialismo, contra la
burguesía especuladora y terrateniente. En esta etapa, el proletariado
todavía puede movilizar a las mujeres en su propio beneficio y
convencerlas de que la lucha por el socialismo es su propia lucha.
Cuando
se alcanzó la victoria en algunos países donde se llevó acabo una
revolución proletaria, las mujeres siguieron en un lugar secundario en
la sociedad, y fueron explotadas en la reproducción, la sexualidad y el
trabajo doméstico.
A principios de siglo, debido fundamentalmente al
auge del movimiento sufragista, los partidos de izquierda calificaron de
«burguesas» las reivindicaciones exigidas por las mujeres, surgiendo
una dura polémica entre feminismo y comunismo. Antes de que el
proletariado de muchos países hubiera podido cumplir sus tareas
revolucionarias, en algunos países las mujeres se habían convertido en
un nuevo adversario que quería transformar el orden social proletario.
Por ello, el proletariado y sus partidos se hicieron conservadores mucho
antes de haber llegado al poder.
La lucha por conservar sus
privilegios de clase se hizo cada vez más enconada entre los partidos
proletarios y el Movimiento Feminista. Antes de alcanzar el poder, el
proletariado, el campesinado, y sus partidos revolucionarios se
delataron frente a las mujeres, expusieron sin disimulo sus ataques y
boicotearon la lucha feminista.
En el momento en que Mrs. Pankhurts
toma conciencia de que es necesario luchar contra los hombres —tanto los
de la derecha como los de la izquierda—, ésta afirma: «A los hombres
solo tenemos que agradecerles habernos enseñado la alegría de la lucha».
En
la actualidad, más de un siglo después, la situación ha cambiado. Los
partidos de las clases trabajadoras han tenido que reconocer los éxitos
conseguidos en la lucha de las mujeres. Por ello se han visto obligados a
aceptar el feminismo y a asumir algunas de las reivindicaciones de las
mujeres.
Fracción de clase
Es
necesario no confundir el concepto de clase con el de fracción de
clase, que corresponde a los subgrupos en los que puede descomponerse
una clase. Así, en la clase mujer nos encontramos con varias fracciones
de clase. No sufre igual la explotación doméstica la mujer esposa de un
proletario no cualificado que la esposa de un oligarca. Las diferencias
entre ellas se establecen principalmente en relación al sueldo, la
riqueza y las propiedades de uno y otro hombre. Por otro lado, las
diferencias económicas y materiales de las formas de vida de estas
mujeres tan distintas, condicionarán, inevitablemente, ciertas
conductas, hábitos y psicologías diversas. De tal modo, tanto la mujer
del oligarca como la del proletario y la esposa del ejecutivo de clase
media, aparecerán a los ojos del mero observador como mujeres de clases
antagónicas, que defienden intereses contrapuestos.
Ahora bien, tanto
una como otra, por analizar fracciones de clase claramente
diferenciadas, tendrán un hombre: amo y señor, que las explotará en
función de sus necesidades sexuales, de su prestigio social, de la
conveniencia de tener herederos, o de su servidumbre doméstica. Ellas
estarán sometidas al opresor y éste les dará la manutención en cantidad y
cualidad directamente proporcional a su riqueza.
La mujer «burguesa»
El
criterio con el que un gran sector de «marxistas» clasifican a algunas
mujeres como «burguesas» es acientífico. En la gran mayoría de los
casos, dichas mujeres no son las propietarias de los medios de
producción ni detentan ningún poder económico ni político.
A tenor de
estos datos, no descartamos la existencia de mujeres burguesas dentro
del modo de producción capitalista, aunque se trate de verdaderas
excepciones y, por tanto, no resulten significativas. De todos modos,
cabe recalcar que incluso la mujer burguesa, que tiene la propiedad de
los medios de producción, puede estar explotada por el marido dentro del
modo de producción doméstico. Esta mujer, pues, estará adscrita a dos
clases, al igual que la trabajadora asalariada, que al mismo tiempo se
halla inserta dentro del modo de producción doméstico.
La clasificación, pues, se realiza
mecánicamente analizando la clase a la que pertenece el marido. Es
decir, el matrimonio se considera como un criterio válido para
determinar la pertenencia de clase, y este mismo postulado se emplea
también para dividir al resto de las mujeres en las mismas clases que
representa su esposo.
La mujer «burguesa» o más exactamente las
mujeres o hijas de burgueses, únicamente poseen lo que su padre
buenamente les ha dejado en herencia o lo que su marido haya querido
regalarle. En la práctica, las mujeres se limitan a heredar rentas,
algunos bienes de consumo, un vitalicio, etc.
En general, la mujer
del burgués llevará una vida más cómoda y confortable que la del
proletario, pero también ella será explotada por su amo, puesto que éste
se apropiará del trabajo excedente realizado por su esposa. Es cierto
que en muchas ocasiones la mujer del burgués no ejecutará ella misma el
trabajo doméstico, pero será la única responsable de que las tareas
caseras se realicen según los deseos del marido, reproducir los hijos
—en especial los varones, continuadores de la herencia, el apellido y la
estirpe—, y someterse a la servidumbre sexual en las condiciones
exigidas por el amo de la casa. El trabajo realizado por la «burguesa»
difiere de la «obrera» o de la «campesina» porque las relaciones de
producción con el explotador, y los medios de producción que utiliza,
aparte de su propio cuerpo, —proporcionados por su «señor»— están en
consonancia con el «status» económico de este.
Ahora bien, el día en
que la mujer «burguesa» se niega a continuar siendo un objeto de placer
sexual para su marido o una máquina de reproducción de hijos, o incluso,
si esta mujer no puede por esterilidad proporcionar a su esposo futuros
herederos, éste la abandonará, la repudiará o se divorciará de ella, y
la denominada mujer «burguesa», que tanta polémica genera en algunos
sectores del feminismo, será despedida de su “puesto de trabajo” sin
ninguna indemnización, y el marido reclamará la custodia de los hijos,
considerando que son de su propiedad.
Conocidos son los
procedimientos de divorcio en que el marido ha obtenido la custodia de
los hijos, incluso aunque sea culpable de maltrato y o abusos sexuales.
La mujer «obrera»
Cuando
se habla de mujeres «proletarias» no se designa únicamente a aquellas
mujeres que trabajan como obreras en una fábrica dentro del modo de
producción capitalista, sino también a las que son esposas de los
obreros.
La mujer del obrero depende del sueldo, de las dietas y de
los pluses que cobre su marido, y según la mensualidad que él aporte a
la familia, ella mantendrá la casa, ahorrará lo posible para el futuro, y
administrará la economía doméstica. Es importante resaltar aquí la
relevancia de su ahorro y de la administración del sueldo del hombre de
la casa, pues con esta tarea las amas de casa de los trabajadores ayudan
a frenar la inflación y a estirar los salarios.
La mujer «campesina»
Las
condiciones de producción del trabajo doméstico varían, aún más si
cabe, en la mujer que vive en zonas rurales, como esposa de un
campesino. Se hallan insertas en el modo de producción doméstico, en su
forma más pura. El trabajo doméstico, que siempre va acompañado del
trabajo en el campo con su marido, recae exclusivamente en ella.
Aunque
la población rural se ha reducido drásticamente en España, ha pasado
del 43% en los años sesenta al 20% en 2015, miles de mujeres viven en
explotaciones agrícolas y trabajan en esas tareas. La dependencia
económica, civil y social de esas mujeres hacia su marido se ha puesto
nuevamente de manifiesto cuando varias asociaciones han reclamado la
titularidad de las propiedades en las que trabajan y que no les
pertenecen, ya que se hallan inscritas a nombre del marido
exclusivamente.
La mujer de «clase media»
Ni
en un extremo ni en otro de estas condiciones de producción del trabajo
doméstico, se encuentra la mujer, esposa del oficinista o del ejecutivo
de clase media, esa clase hundida por la monotonía, el aburrimiento, el
conservadurismo y el sometimiento de la mujer por excelencia, de la que
Hanna Arendt decía que era “la peste de occidente” por su ideología
conservadora, su actuación siempre timorata y su deseo de disfrutar de
una vida burguesa. Estas mujeres viven una situación que Betty Friedan
denomina “los confortables campos de concentración” sin buena
comunicación con el exterior ni con las actividades políticas y
sociales. Esta soledad, esta incomunicación, este aislamiento, se agrava
en el momento en que los hijos se hacen mayores y el marido puede
encontrar otra joven con quien complacer sus deseos y necesidades. Las
mujeres de este sector social siguen dando los índices más altos en las
depresiones endógenas y en las neurosis obsesivas.
La mujer «soltera»
Otra
fracción de la clase mujer la componen las mujeres solteras, sector
donde existen, a su vez, distintos subgrupos: aquellas que dependen
económicamente de su familia y únicamente realizan tareas domésticas;
las que además del trabajo doméstico desempeñan una profesión
remunerada: las que han logrado una promoción profesional que las
independiza económicamente y las libera de las tareas del hogar; las que
no están explotadas sexualmente porque han rechazado el matrimonio o
han elegido la opción sexual lésbica; las que están explotadas
sexualmente por uno o varios amantes; las que se han reproducido o las
que se han negado a la maternidad.
En la actualidad, todavía, sobre
todo en zonas socialmente atrasadas, una parte de las mujeres de este
sector, lo componen mujeres que se sienten incompletas porque no han
alcanzado el «status impuesto» a la mujer: el de esposa y madre. Una
parte sigue sometida al modo de producción doméstico. Siguen viviendo en
el hogar familiar, realizando las labores caseras para el padre, los
hermanos e incluso los cuñados.
Las que desarrollan una profesión remunerada suelen mantener obligaciones respecto a la familia, sobre todo en el cuidado de los mayores, que recae casi exclusivamente en ellas.
Otro sector lo constituyen aquellas
mujeres que por decisión propia han rechazado el matrimonio y la
maternidad. Pero incluso estas mujeres serán tratadas por sus padres y
hermanos en forma distinta que sus hermanos varones. Es a la que
recurrirán todos en un momento de necesidad, precisamente por ser
soltera. Por otro lado, el camino de su promoción profesional lo habrá
realizado con más dificultad que sus hermanos varones, su salario será
siempre menor que el de sus compañeros de trabajo, deberá luchar
constantemente en condiciones desventajosas con la competencia masculina
y muy pocas accederán a puestos directivos y políticos. La opresión que
se ejerce sobre todas las mujeres las afectará por igual. Serán también
sometidas por las leyes que establecen los privilegios masculinos, los
prejuicios sociales, las costumbres del lugar donde residan, las normas
morales de su relación con los hombres. Seguirán siendo mujeres,
adjetivo calificativo, aunque sean brillantes y audaces.
Las mujeres
solteras constituyen la fuerza de trabajo de reserva, llamadas a
realizar sistemáticamente los procesos de trabajo necesarios para la
supervivencia del modo de producción doméstico —tareas domésticas,
servicios sexuales, trabajo reproductor— si así fuera conveniente. Como
sabemos por Marx, no es precisa tanto la propiedad de los medios de
producción como su relación a través de ellos con la sociedad. Aplicando
esta frase a las mujeres puede verse claramente que éstas establecen su
relación con la sociedad a través del matrimonio o la pareja
heterosexual de hecho.
EL MODO DE PRODUCCIÓN DOMÉSTICO
Definición
Entendemos
por modo de producción doméstico la forma en que se producen los bienes
precisos para el mantenimiento y a reproducción de una sociedad humana,
caracterizado por la existencia de dos únicas clases, el hombre y la
mujer, y la consecuente explotación sexual, reproductora y productora de
ésta.
La fuerza productiva determinante del modo de producción
doméstico es la fuerza de trabajo humana. La tecnología está totalmente
ausente o muy poco desarrollada. La energía humana es la principal y
casi única fuerza de trabajo, y está producida exclusivamente por una de
las dos clases: la mujer. En esta división del trabajo se halla la
causa material de la explotación femenina.
Las relaciones de
producción entre el hombre y la mujer en el modo de producción doméstico
están basadas en la dominación de ésta por aquel e incluyen la
explotación sexual y la explotación productora a la par que la
explotación reproductora. En esta dominación del varón sobre la mujer se
asienta no sólo el poder de aquel, sino la perpetuación del modo de
producción doméstico a través de todas las épocas.
La forma de
explotación típica del modo de producción doméstico es la que se realiza
diariamente sobre las mujeres en aras de la producción de hijos. Las
mujeres, por serlo, deben realizar las tareas domésticas.
Sociedad y trabajo excedente: orígenes del modo de producción doméstico
Para
que exista cualquier sociedad, por más primitiva que ésta sea, es
preciso que la mayoría de los miembros realicen un trabajo excedente
para cubrir los servicios sociales más imprescindibles. Resulta evidente
que si cada individuo de la comunidad realizara exclusivamente el
trabajo necesario para su mantenimiento, nadie cumpliría los trabajos
comunes y sociales, por primarios que fueran. Entre los trabajos
fundamentales para la supervivencia de cualquier sociedad resultan
imprescindibles la reproducción de los seres humanos y el mantenimiento
de los niños, de los enfermos y de los ancianos. También son necesarios
otros trabajos para el mantenimiento de los individuos:
alimentación, vestido, vivienda, limpieza. Todas estas tareas se encomiendan siempre a las mujeres.
Las
llamadas comunidades primitivas, sean cazadoras/recolectoras o
agricultoras, desarrollan un modo de producción al que denominamos
doméstico y en el que la división sexual del trabajo es la razón
original de la explotación. Las actividades domésticas de cualquier
mujer adulta y las depredadoras de cualquier hombre adulto agotan
prácticamente los trabajos habituales de la sociedad. Ahora bien, el
plus trabajo de la mujer se realiza fundamentalmente en su actividad
reproductora, productora de la fuerza de trabajo. La reproducción y el
mantenimiento de la fuerza de trabajo, además de las tareas domésticas
antes mencionadas, constituyen el trabajo excedente social, del que se
apropian tanto los hombres individualmente como la clase masculina en su
conjunto. Esta apropiación conforma la primera forma de explotación
social. La primera manifestación de la existencia de clases y por tanto
de la lucha de clases. Y para mantener a todo el grupo de mujeres en
estado de explotación —casi esclavitud en muchas sociedades— el hombre
recurre tanto a la fuerza física como a la coerción económica y a la
opresión ideológica.
Para que no existiera explotación en la
apropiación de ese trabajo excedente de la mujer sería preciso que se le
retribuyera por él, equitativamente al esfuerzo realizado. Es decir,
que las mujeres tendrían que recibir una parte mucho mayor de la riqueza
social que los hombres, lo que las constituiría en la clase más
poderosa de la sociedad. Por el contrario, en todas las sociedades
estudiadas las mujeres constituyen el grupo más pobre y despreciado y el
que realiza los trabajos de infraestructura más penosos, de más larga
duración mediante un ínfimo salario o sin retribución alguna y de menor
consideración social.
El desarrollo de las fuerzas productivas
En
las sociedades primitivas, el trabajo excedente de la mujer en el modo
de producción doméstico, en especial la reproducción y el mantenimiento
de la fuerza de trabajo, es el que consigue el aumento de la fuerza de
trabajo humana.
El aumento de la población y la presión demográfica
constituyeron los factores fundamentales para el paso de una economía
destructiva a los orígenes y el crecimiento de una economía agrícola y/o
pastoril en todo el mundo. Este aumento demográfico exige campos que
cultivar, inventa herramientas, precisa más materias primas, que a su
vez producirán más productos terminados, y nos explica la paulatina
transición de una economía netamente cazadora a una economía productiva,
donde la agricultura y la ganadería juegan el papel fundamental.
Con
el tiempo, esta nueva economía conducirá, a su vez, y gracias también
al trabajo excedente reproductor de la mujer, a la creación de las
primeras sociedades clasistas, tal como se han entendido hasta ahora.
Este plus trabajo es el que permite el desarrollo de las fuerzas
productivas y el que establece las condiciones fundamentales para el
paso del modo de producción doméstico a otro más avanzado.
El aumento
de la fuerza de trabajo producirá un excedente que será controlado y
apropiado por una clase que centralizará y monopolizará la explotación
sobre una población y un territorio determinados, como contrapartida de
sus funciones de protección y administración, y que inventará, a partir
de este momento, la institución del Estado.
A la vez, el modo de
producción doméstico no desaparece, sino que se prolonga como básico,
dominado y utilizado por el modo de producción dominante, que en
realidad se implanta y se desarrolla gracias al plus trabajo de las
mujeres, tanto respecto a la reproducción como al mantenimiento de la
fuerza de trabajo. El plus trabajo de las mujeres, su explotación en la
reproducción y el trabajo doméstico, es el que produce los trabajadores
necesarios para el mantenimiento del Estado, ya sea el asiático, el
esclavista, el feudal, el capitalista e incluso el socialista.
Superestructura ideológica y modo de producción
«El
concepto de modo de producción no sólo define la estructura económica
de la sociedad, sino también la totalidad social global. Es decir, tanto
la estructura económica como los niveles jurídico-políticos e
ideológicos. Las clases sociales son conjuntos de agentes sociales
determinados principal, pero no exclusivamente por su lugar en el
proceso de producción, es decir, en la esfera económica. Para el
marxismo, lo económico desempeña en efecto el papel determinante de un
modo de producción y en una formación social; pero lo político y la
ideología, en suma, la superestructura, tienen igualmente un papel muy
importante. De hecho, siempre que Marx, Engels, Lenin y Mao proceden a
un análisis de las clases sociales, no se limitan al solo criterio
económico, sino que se refieren explícitamente a criterios políticos e
ideológicos», dice Nicos Poulantzas en Las clases sociales en el
capitalismo actual. (pág. 13, Ed. Siglo XXI).
La ideología que define las
instituciones mediante las cuales se realiza y se reproduce la
dominación de la mujer por el hombre, es la que podemos denominar
Patriarcado. El Patriarcado constituye la superestructura ideológica del
modo de producción doméstico. Ideología desarrollada por el hombre a
partir del momento en que necesita justificar por qué se apropia del
trabajo excedente de la mujer.
El Patriarcado se teoriza en el
conjunto de libros religiosos y códigos legales tales como el Antiguo
Testamento, los Vedas hindúes, el Código de Hammurabi, las máximas de
Confucio, etc., y en las normas morales y costumbres de todos los
países. Su misión es reforzar la ideología de sumisión y explotación de
la mujer y reproducir constantemente el modo de producción doméstico. La
ideología patriarcal constituye la coerción extraeconómica de la clase
mujer para mantener su opresión y evitar cualquier rebeldía femenina.
Pero
como no podemos concebir una superestructura ideológica que no tenga
como fundamento la reproducción de la estructura económica que debe
reforzar, el Patriarcado no puede existir con vida propia, como
pretenden los ideólogos llamados marxistas, independientemente del modo
de producción doméstico que la genera. Cualquier modo de producción
dominante sobre el doméstico, utilizará la ideología del Patriarcado que
le sirva para reforzar su dominio, tanto sobre la mujer como sobre las
otras clases explotadas. A partir de la introducción del modo de
producción capitalista, a la burguesía le interesa la mayor producción
de seres humanos para destinarlos al trabajo asalariado. Y en
consecuencia, el infanticidio se pena severamente. En cambio, en otros
aspectos —adulterio, virginidad, poderío del marido, del padre— se
mantienen las mismas normas milenarias.
La ideología patriarcal, por
tanto, nunca puede confundirse, ni aun semánticamente, con el modo de
producción doméstico, a pesar de que éste incluya aquella. De la misma
forma que no puede prescindirse de la existencia del modo de producción
doméstico cuando se hable de ideología patriarcal. Esta ideología se ha
mantenido intacta en su esencia, a pesar de las transformaciones que han
sufrido los sucesivos modos de producción dominantes, a través de todas
las épocas, ya que ella es la que mantiene y reproduce el modo de
producción doméstico, en el que se asienta.
Modo de producción doméstico y modo de producción capitalista
La
comunidad doméstica básica se llama familia y su funcionamiento ha
quedado oculto tras el frondoso ramaje de la ideología patriarcal y de
las relaciones de producción capitalistas. Porque el capitalismo no sólo
se instauró sobre la explotación del modo de producción doméstico, sino
que también se desarrolla y se expande gracias a él; en una palabra,
gracias a la explotación de las mujeres.
La alimentación de la fuerza
de trabajo, su comodidad y su limpieza, su compensación sexual y su
reproducción, se realiza también en los países capitalistas en el modo
de producción doméstico, cuyas «fábricas» son las familias, y cuya clase
explotada es la mujer. Cada mujer, en cada hogar, provee de la
alimentación, la limpieza, la salud física y sexual de los hombres que
el capitalismo utilizará para la producción de sus mercancías, y cuyo
costo de manutención resulta mucho más bajo que si lo produjera en
términos de mercado capitalista. La fuerza de trabajo vendida al capital
resulta baratísima para éste —además de la plusvalía extraída— porque
está mantenida y reproducida gratuitamente. Esta ley es válida tanto
para el modo de producción capitalista como para el socialista: el valor
de la fuerza de trabajo, que es el de su manutención y el de su
reproducción, resulta tanto para el patrono capitalista como para el
Estado socialista a un coste inferior a la mitad de lo que supondría de
estimarse el valor de esa manutención y reproducción en el mercado
capitalista, mediante el trabajo explotado de la mujer en régimen de
relaciones de servidumbre. La mujer realiza el trabajo doméstico
exclusivamente por la comida y el techo, mientras los servicios sexuales
y la reproducción los realiza gratis.
Mediante la extracción de tal
trabajo excedente, el hombre individual aumenta su cuota de bienestar
mientras el Capital aumenta su cuota de beneficio.
En resumen, esta
es la ley del beneficio capitalista: el modo de producción capitalista
se ha asentado sobre la explotación exhaustiva de la mujer: tanto como
fuerza de trabajo vendida a más bajo precio en la producción industrial,
como en el modo de producción doméstico.
Para que el capitalismo
extraiga la mayor cuota de plusvalía es preciso que las mujeres trabajen
gratis en el modo de producción doméstico, independientemente de su
explotación como obreros. La fuerza de trabajo que el capital compra, no
sólo lo hace por menos de su valor en términos de la plusvalía que le
extrae, sino sobre todo porque el coste de los procesos de alimentación,
limpieza, hábitat y satisfacción sexual no están valorados.
Así,
para que el valor de la fuerza de trabajo no alcance una cuantía nunca
sospechada, el capitalismo debe preservar, en vez de destruir, el modo
de producción doméstico, y seguir manteniendo la explotación de las
mujeres, de tal modo que la reproducción y el mantenimiento de esa
fuerza de trabajo siga resultándole gratis. Vale decir que aunque muchas
mujeres participen en la producción asalariada, no dejan por ello de
ser reproductoras y amas de casa. He aquí la ley por la que las mujeres
reciben menos salario en la producción capitalista, así como no deben
alimentar esperanzas de ascensos ni de promociones profesionales. Antes
que productoras son reproductoras, y, por tanto, las condiciones de la
reproducción dominan las de la producción.
En el socialismo
Incorporadas
las mujeres a la producción de mercancías, exigiéndoles rendimientos de
trabajo similares a los de los hombres y explotadas en el modo de
producción doméstico que sigue exigiéndoles su contribución en la
fabricación de trabajadores y en el bienestar de éstos, las mujeres
socialistas siguieron siendo fuerza de trabajo mal remunerada, sin
detentar verdadero poder en la estructura política y social del Estado
soviético. Para ellas la revolución socialista, si bien aparentemente
les otorgó derechos políticos y civiles que mejoraban su «status»
anterior a la revolución, en la estructura social seguían siendo una
clase de segunda categoría.
Nuevamente, se ha cumplido la dialéctica
de la lucha de clases: al romper sus trabas feudales, los siervos y los
campesinos medievales se transformaron en proletarios, con igualdad de
derechos civiles y políticos que sus antiguos señores, sin embargo,
cambiaron la explotación servil por la entrega de plusvalía al capital.
Los trabajadores nunca fueron más explotados que en el capitalismo. Y
hasta que las mujeres socialistas no comprendan que su situación es un
fiel remedo de aquella, no podrán plantearse una verdadera lucha
feminista.
Mientras tanto, las mujeres de los países capitalistas
todavía discuten si su lucha habrá de dirigirse únicamente a
facilitarles a los hombres el camino hacia el socialismo, para que
logren el derecho a explotarlas. La alienación de la clase mujer es
producto, como en el caso de las otras clases dominadas en el curso de
la historia, de la misma dialéctica de la lucha de clases que la precede
en la lucha.
EL APARTADO II EN VÍDEO
https://youtu.be/iHxga-1fJ_Y
OTRA OPINIÓN
https://blogs.publico.es/dominiopublico/9368/mujeres-y-clases-sociales/
PARA VER LOS GRÁFICOS ENTRAR EN EL ENLACE ANTERIOR
Mujeres y clases sociales
Antonio Antón
Profesor honorario de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
Las mujeres no son un grupo homogéneo desde el punto de vista de su situación socioeconómica y, al igual que los hombres, también están cruzadas por desigualdades de clase, aunque con algunas diferencias significativas que es preciso explicar.
Clase social es un concepto relacional e histórico. En sentido estricto hace referencia a la diferenciación económica, sociopolítica y cultural entre distintos segmentos de la sociedad, a su distinto papel como actores sociales, considerando su posición en las relaciones económicas, su comportamiento social y su experiencia. En la representación de la sociedad el factor clase social se había debilitado, aunque las clases medias han estado presentes en los ámbitos mediáticos y políticos. Pero, ahora, se visualizan también, por un lado, el bloque de poder –clases altas o dominantes- que aplican una política de austeridad y una dinámica de involución social y democrática y, por otro lado, capas populares –clases trabajadoras y medias- que no se resignan, se oponen a los recortes sociolaborales y defienden sus derechos sociales y democráticos. Las mujeres participan en ese proceso sociopolítico y cultural.
No obstante, aquí solo vamos a explicar la composición por sexo, según las condiciones ‘objetivas’, de las distintas clases sociales, derivada de la posición de las personas, individualmente consideradas, en las relaciones productivas y de poder. Utilizamos el indicador de la situación ocupacional o tipo de empleo para clasificar, solamente, a las mujeres ocupadas –asalariadas, autónomas y empleadoras- y desempleadas. Es suficientemente representativo del estatus socioeconómico, laboral y de empleo de las mujeres vinculadas al mercado de trabajo. Dejamos al margen a las estudiantes, pensionistas y amas de casa (consideradas por el INE inactivas), y tampoco entramos en otros aspectos de desigualdad, subordinación o discriminación de las mujeres.
El gráfico 1 muestra la distribución de la población activa (ocupada y desempleada) por clases sociales, diferenciada por sexo, según su situación ocupacional o tipo de empleo más o menos cualificado (y en desempleo). Para su clasificación utilizamos los datos oficiales de la EPA (segundo trimestre, que es el de menor impacto estacional para el empleo). El porcentaje es respecto del total de cada sexo. En el conjunto de los tres segmentos inferiores de las clases trabajadoras, semicualificada, poco cualificada y desempleada, el porcentaje de mujeres (64,4%) es mayor (diez puntos) que el de varones (54,2%). Esta diferencia es similar, pero al contrario, en la composición de la clase trabajadora cualificada, donde predominan los varones (21,8%) frente a las mujeres (11,9%). Sumados ambos porcentajes, las personas pertenecientes a las clases trabajadoras, por sexo, son similares: 76,3% de las mujeres y 76% de los varones. La desigualdad se produce en esos diez puntos de desventaja de las mujeres respecto de los varones, en la participación en el segmento trabajador cualificado.
Por otra parte, en relación con la situación de las clases medias, el porcentaje de mujeres (21,5%) es ligeramente superior al de varones (19,4%), en unos dos puntos, diferencia que se ve compensada por su menor presencia en la clase alta (2,2% frente al 4,6% de varones).
Estos datos significan, por un lado, que la cúpula económica está dominada por hombres (más de dos tercios del total, el doble que el porcentaje de mujeres) y que la situación ocupacional media de las mujeres es desventajosa respecto a la de la media de los varones, particularmente en la composición interna de las clases trabajadoras. Así, el porcentaje de desempleadas y poco cualificadas (bloqueadas respecto de empleos especializados) sigue siendo mayor entre las mujeres (39,6%) que entre los varones (32,5%); se notan las desigualdades por género.
Por otro lado, entre las mujeres se produce también una gran desigualdad interna (similar a la de varones) entre una minoría de mujeres (23,7%) de clases medias y alta y una mayoría de ellas de clases trabajadoras (76,3%). Quiere decir que cerca de una cuarta parte de mujeres tienen un estatus socioeconómico, de empleo y autoridad superior al de tres cuartas partes de mujeres y similar porcentaje de varones.
Este aspecto se desarrolla en el gráfico 2 en el que se detalla la distribución de las mujeres activas (ocupadas y desempleadas) en cada clase social, según los criterios ocupacionales o de tipo de empleo (y paro). Aquí se sacan los porcentajes de mujeres respecto del total de hombres y mujeres de cada segmento de la población activa. En el conjunto de la población activa el total de mujeres es el 46,6% (y de varones el 53,4% restante); es similar a la distribución entre las clases trabajadoras, donde las mujeres son el 46,7% (y los varones el 53,3%).
Como se observa, por tipo de ocupación, son mujeres casi el 30% de la clase alta y casi la mitad de las clases medias. Respecto de las clases trabajadoras las mujeres son cerca de la mitad, por encima de su porcentaje en el conjunto de la población activa; especialmente, su presencia es superior en el segmento semicualificado y en paro. Al mismo tiempo, los mayores desequilibrios respecto de los varones se producen con su mayor participación en el segmento de poca cualificación y, al contrario, su menor presencia en el segmento trabajador cualificado.
En el gráfico 3, con los últimos datos disponibles de la EPA, se expone sólo la población ocupada (se ha excluido a las personas desempleadas) y su distribución también según el tipo de empleo. Entre las clases trabajadoras se mantiene la diferenciación entre ‘cualificados’ y ‘poco cualificados’, agrupando en este bloque a los segmentos semicualificados, poco cualificados y sin cualificar. Primero, el dato de composición global de la ocupación: el 54,4% son hombres y el 45,6% son mujeres, con casi nueve puntos de diferencia. En la distribución por clase social (por situación ocupacional) en la clase alta (directores y gerentes) del total de hombres están el 5,9% y del total de mujeres el 3,1%; entre las clases medias (técnicos y profesionales) el porcentaje de hombres es menor (26,1%) que el de mujeres (29,6%); en la clase trabajadora cualificada es superior el porcentaje de hombres (28,9%) respecto del de mujeres (17,3%), y entre la clase trabajadora poco cualificada, el porcentaje de hombres (39,1%) es inferior al de mujeres (50,1%).
En definitiva, en ambos sexos existen fuertes desigualdades de clase; según la población activa, en la composición total de las clases trabajadoras (tres cuartas partes) y las clases medias y altas (una cuarta parte), es similar el porcentaje distributivo entre varones y entre mujeres. Esa cuarta parte de varones y de mujeres, con empleo de alta cualificación, tiene una situación superior respecto de las otras tres cuartas partes de ambos sexos; es decir, que también entre las mujeres hay una cuarta parte con un estatus socioeconómico y de empleo superior al del resto de las propias mujeres y también del de varones. No obstante, hay algunas diferencias significativas entre hombres y mujeres. En el bloque de clase alta y media, los varones tienen mayor porcentaje en la primera y menor en la segunda; igualmente, en las clases trabajadoras, las mujeres tienen mayor porcentaje en los segmentos poco cualificados y en desempleo y menor en el segmento cualificado. Por tanto, existe una discriminación de las mujeres en el mercado de trabajo y, al mismo tiempo, una fuerte segmentación interna en cada uno de los dos sexos. La división en clases sociales también existe para las mujeres y la mayoría, perteneciente a las clases trabajadoras, están subordinadas. La acción por la igualdad es clave para todas ellas.
PARA SABER MÁS O, SIMPLEMENTE, PARA APRENDER ALGO.
SOBRE EL MARXISMO HEGELIANO Y LA OBRA DE CARLOS PÉREZ SOTO
"Proposición de un marxismo hegeliano" Tercera Edición
https://www.youtube.com/watch?v=mpX-zBXio8E
https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_P%C3%A9rez_Soto
https://www.todostuslibros.com/autor/perez-soto-carlos
https://www.facebook.com/p/Carlos-Perez-Soto-100027352250477/
https://www.archivochile.com/Ideas_Autores/html/perez_s_c.html
https://grupohegel.blogspot.com/search?q=Carlos+P%C3%A9rez+Soto&max-results=20&by-date=true
https://parafernaliasmatematicas.blogspot.com/2021/09/coleccion-de-entradas-del-blog.html
https://parafernaliasmatematicas.blogspot.com/search/label/Carlos%20P%C3%A9rez%20Soto
https://parafernaliasmatematicas.blogspot.com/search?q=carlos+perez+soto
MARXISMO FEMINISTA DE LIDIA FALCÓN Y DEL PARTIDO FEMINISTA DE ESPAÑA
Acceso a la web del Partido Feminista de España (PFE)
Buscando ahí puedes encontrar mucha información sobre el partido y sobre el marxismo feminista
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tu opinión respetuosa con elementales normas de cortesía y convivencia, será siempre bienvenida